13 de mayo de 2011

Pueblo chico, infierno grande...


Sería alejado de la realidad idealizar los pueblos rurales como la idílica Comarca en donde los hobbits de Tolkien toman cerveza y fuman tabaco sin preocupación. Tampoco sería justo volcarse a lo opuesto y creer que toda gente de pueblo es ignorante, conformista y con la única ambición de endeudarse para comprar una motocicleta o cuadriciclo. Así entonces presumir a sus vecinos entre llantas arriba y arrancones escuchados a más de un kilometro a la redonda, para mostrar lo “cargas” que somos por montar una domada bestia mecánica. Soy de un área rural y creo que ambas imágenes existen. Encuentro ahí una dualidad que incomoda o relaja según la hora del día o donde se camine, con la seguridad de no encontrarse peligro… por ahora.
Perros de Paja (1971) es una cinta que acaba cualquier imagen pregonada por folletos de turismo. Una pareja citadina se pasa a vivir a un pueblo para alejarse de los peligros de la ciudad, lo que no cuentan es que más allá de la apacible tranquilidad rural hay muchos detalles complejos. Los cuales hacen que la gente de la ciudad no se diferencie de la de pueblo (y viceversa). Hay otra cinta más reciente con un tema parecido llamada Bosque de Sombras (2007), ambientada en un región Vasca de España poco después de la muerte de Franco. En ambas historias hay desconfianza a los nuevos residentes. Miedo y a la vez acoso. A quién no le ha pasado más de una vez que siendo forastero en un bar, toda la plebe presente se queda viendo cada movimiento que haces. En la periferia del fisgoneo si das la mano puede que más de uno tomes más allá del codo y se aproveche de la cordialidad.

Así le pasa al personaje de Dustin Hoffman, que en Perros de Paja es un dubitativo matemático intimidado tanto por el pueblo como por su esposa. Al ver en el peligro que lo rodea, va mutando peligrosamente en un ser bestial como los que atentan contra él. Gente enardecida por pleitos de cantina, que buscan descargar violencia con lo primero que tenga de frente. No es conclusión agradable, pero pasa aún en los rincones más tranquilos. Para sobrevivir al salvajismo hay que ser igual de salvaje cuando se tiene de frente a individuos de corazón caliente y no de mente fría. Ante la fuerza bruta no hay justicia que valga.

Hace unas semanas vi La Jauría Humana (1966) de Arthur Penn, otro relato de pueblos miserables en su moral y vida pública. Es fácil señalar con el dedo, tirar la piedra y esconder la mano. Mirar raro al que se viste diferente y chismorrear a la espalda de los demás. Irse a refugiar en la iglesia para ocultar las maldades con máscaras de rectitud, donde más de un cura se cree alcalde y mediador de todos los asuntos que pasan en su parroquia. Es posible que estas odiosas costumbres se den cuando una villa idílica está a medio camino de ser ciudad, donde todo pasa del escándalo a la indiferencia.

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